Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA DEL PERÚ



Comentario

Capítulo LXVII


De las cosas que más le sucedieron al adelantado, y de los muchos trabajos y necesidades que su gente pasó



Pesado le había al adelantado por no haber caminado por el otro camino que el capitán Gómez de Alvarado, su hermano, había descubierto, pues los indios afirmaron llevarlo por aquella parte al Quito; y aunque por su mandado por muchas partes salieron a buscar camino, ninguno se halló; que fue acrecentarle más la pena. Venía en su campo un hombre diligente, y para mucho trabajo, a quien llamaban Francisco García de Tovar, que después fue capitán en Popayán y le conocí yo mucho; y llamándole con grande instancia le rogó que saliese con cuarenta españoles y procurase de, hacia la parte del septentrión, descubrir algún camino por donde pudiese salir de la tierra donde estaba, mandándole que aunque fuese cortando a machete y hacha, anduviese algunos días porque de fuerza toparía con un ancho y real camino que Juan Fernández, el piloto, le certificó haber luengo de la serranía del Perú.

Salió Tovar con cuarenta hombres llevando un reloj para no se perder por la montaña y con gran trabajo se metieron por aquellos montes no vistos y oídos, cortando con machetes por la gran espesura de la montaña; las noches dormían en el lugar que les tomaban; llamábase dichoso el que le cabía lugar enjuto para tender su cuerpo, o tener algunas ramas para echar debajo; ponían por almohadas las rodelas. Comían de la miseria que llevaban en las mochilas. De esta guisa anduvieron hasta llegar a un río grande; puesto que no aparecía su furia cuánto era: hacíalo unos céspedes criados entre la misma agua que eran tantos y tan enredados unos de otros que no era menester otra puente para lo pasar. Tovar y sus compañeros pasaron el río, sin mirar en al que descubrir poblado y camino para el Quito; y fue Dios servido que después de estar bien cansados estos cuarenta, poco más adelante de este gran río descubrieron un lugar de veinte casas bien proveídas de mantenimiento; y aunque los indios sintieron su venida, y el daño que les venía con su visita, no pudieron ponerse todos en salvo: que fue causa que se prendieron algunos para guías. Comieron de lo que allí hallaron, y salieron con noticia, que tuvieron, de haber poblado, mas no creían que los indios decían la verdad; y porque en el campo del adelantado no recreciese alguna hambre con su tardanza, prosiguieron su camino todavía al septentrión, y después de haber andado dos días, y dormido las noches en la montaña, llegaron otro día ya tarde a un pueblo de gran población y que tenía muchos sembrados, maíz y otras raíces. Parecióles que sería seguro avisar al adelantado para que con toda su gente a buenas jornadas viniese adonde te aguardaban; y así de ellos volvieron, los que bastaron, con la nueva; y les enviaron alguna carne de venado, para su persona, de la que hallaron en las casas de los indios porque ya no la comían, sino pocos o no ningunos, y se morían, de dolencia y enfermedades, españoles. Y como supo que había Tovar descubierto aquel pueblo, salió del lugar donde estaba; y en estos días que caminaba el adelantado (del volcán que conté en lo de atrás, que reventó cerca de Quito), había esparcido el aire tanta ceniza o tierra por todas partes que parecía que las nubes lo echaban de sí; y creyó, todos los que no lo sabían, que por algún misterio llovía del cielo aquella tierra y ceniza; y cayó tanta por adonde iba el adelantado que se espantaba de ello mucho; y en algunos días no cesó de caer.

Como no había camino seguido, ni ancho, para los caballos, iban con demasiado trabajo; y los más de los días se morían, de los indios, que habían sacado de Guatimala, gimiendo: pues los habían traído de sus tierras y natural a morir tan miserablemente. Y cayendo y levantando llegaron al río de suso dicho donde se vieron en mayor confusión, porque puesto que era para pasar los hombres había puente por aquellos céspedes y ceborucos, no era decente para los caballos por ser pesados; y aquellas raíces estar trabadas y tejidas que enredaran a todos los caballos aunque fueran fuertes; y echarlos a nado no había lugar descubrido por estar lleno de aquellas yerbas. No sabían qué medio tener para salir de aquella fortuna, mas la necesidad enseña a los hombres cosas grandes, y más en estas partes que en ningunas de todo el mundo. Y mandó que cortasen de unos árboles, que son como higueras a quien llaman aurumas, por de dentro algo huecos, y trajeron tantas que hicieron una puente atada con bejucos --que son como tengo contado en la primera parte-- a los céspedes reciamente; tan largas que tenían trescientos pies y en anchura poco más de veinte. Y como la tuvieron acabada, estando porfiando sobre si pasarían bien los caballos o no, uno de ellos se soltó y, por tirarlos, de rehurto llegó a la puente y a todo correr la pasó y volvió luego adonde había salido: de que se holgaron mucho y pasaron los caballos sin peligro ninguno. Y anduvieron hasta el pueblo donde estaba Francisco García de Tovar, mandando luego el adelantado a los capitanes que saliesen cuadrillas de gente por todas partes a descubrir lo que hubiese; y descubrieron otro lugar llamado Chongo, donde tomaron algunos indios de los naturales de él, los cuales contaron que, camino de cuatro jornadas de allí, estaba un pueblo llamado Noa.

Está cerca de esta tierra de Chongo un río grande, tanto que si no es con balsas no pueden pasar los caballos; y como tuvo de ello aviso, el adelantado partió con algunos, dejando encargado el campo al licenciado Caldera, su justicia mayor, a quien mandó que le siguiese de su espacio, llevando gran cuidado de los enfermos. Y como hubo ordenado esto, partió con los que señaló; anduvo hasta llegar a un río, donde habían juntádose algunos de los naturales a les dar guerra, pues contra su voluntad ni consentimiento querían tomarles sus tierras; y de la otra parte del río se habían puesto haciendo grande alharaca y lanzando muchos tiros contra el adelantado y los suyos. El alférez Francisco Calderón, que llevaba el pendón, poniendo las piernas a su caballo se echó al río y lo pasó con harto trabajo, enderezando donde estaban los indios. Algunos caballeros de los que estaban con Alvarado hicieron lo mismo y pasaron dificultosamente el río.

Los indios se acuitaban cuando vieron que tan ligeramente pasaban y de los tiros que lanzaban hirieron a Juan de Rada y a su caballo. Como los nuestros estuvieron cerca de ellos, perdiendo el aliento comenzaron de huir, espantados de ver los caballos y su ligereza: de quien habían oído ya grandes cosas. Prosiguiendo su camino, el adelantado anduvo hasta llegar al pueblo donde aguardó al licenciado Caldera, que con gran trabajo y necesidad allegó a juntarse con él. Y como estuviesen todos juntos, habiendo tenido consejo, se determinó que Diego de Alvarado saliese con algunos caballos y peones a descubrir al septentrión por una montaña que se hacía de unas sierras que estaban cerca de allí y que el adelantado con los que le pareciese le fuese siguiendo y que el licenciado Caldera quedase con el resto del campo para les seguir con la mejor orden que pudiese.

Llevó Diego de Alvarado ochenta españoles entre caballos y peones, y metiéronse por aquella parte tan sombría y espantosa que aínas la espesura de los árboles retuviera con sus ramas la claridad del sol. Y anduvieron todavía sin ver campaña, que fue causa que durmiesen en la montaña con trabajo de ellos y de los caballos; y aunque había a una parte y a otra grandes quebradas y arroyos de agua, por donde ellos iban no hallaban ninguna y sentían sed y más los caballos que iban muy cansados. Si quisieran abajar a las quebradas, fuera dilación y trabajo grande, cuanto más que no tenían camino sino monte, lleno de abrojos y de malezas. Caminaron otro día en el mismo trabajo y por la misma tierra hasta que llegaron a un gran cañaveral de las cañas gordas, que son de la natura que conté en la primera parte, a que me refiero, donde se les dobló el angustia y creció la sed visto que no hallaban agua adonde había disposición de la haber porque siempre en cañaverales se hallan nacimientos de agua. La noche venía a más andar que hacía más tenebrosa la cerrada montaña; a mal de sus grados hubieron de parar allí; no se podían tener de sed ni los caballos andar. Dios todopoderoso provee a las gentes lo que han de menester por mil modos y maneras y así andando un negro cortando de las cañas que digo haber allí para hacer alguna ramada, halló en un cañuto de una de ellas más de media arroba de agua tan clara y sabrosa que no podía ser mejor porque cuando llueve entra por las aberturas que tienen en los nudos las cañas y quedan los cañutos llenos; y así el negro con mucha alegría dio la buena nueva que fue tal que todos se holgaron, y aunque era tarde, con machetes y espadas cortaron de las cañas donde hallaron tanta agua, que bebieron todos y los caballos, y quedó la que no gastaron, aunque fueran muchos más; y pasaron aquella noche hablando en el agua. Y como fue de día, partieron siempre al septentrión y anduvieron por la montaña hasta que ya que el sol quería trasponer dieron en tierra rasa de campaña, con que mucho se alegraron dando gracias a Dios por ello. Y vieron por los campos algunas manadas de ovejas, que hizo mayor el alegría y descubrieron un pueblo, que creo llaman Ajo, donde había mucha sal para contratación de los naturales. Los indios todos estaban avisados de la venida de los españoles, nueva con que mucho se espantaban, teniéndolos por pocos, pues por buscar oro se ponían a pasar tantos trabajos. No los osaron aguardar; antes se pusieron en huida.

Diego de Alvarado y los que con él llegaron descansaron del trabajo y hambre comiendo buenos corderos de los que hallaron, que son singulares y de más sabor que los aventajados de España. Determinó de enviar aviso al adelantado y alguna carne y sal. Mandó a Melchor de Valdez que volviese con seis peones y llevase veinte y cinco ovejas y sal. Pusiéronse luego en camino, mas los indios, como vieron que eran tan pocos, los quisieron matar. No ganaron honra ni salieron con su intención, antes murieron algunos de los que siendo más atrevidos llegaron a que las espadas los pudiesen alcanzar.

En esto, el adelantado, por su parte, y el licenciado Caldera, por la suya, venían caminando con gran trabajo y fatiga, y la hambre que tenían era tanta y tan canina, que ni dejaban de comer caballo que se muriese, ni lagartijas, ratones, culebras y todo lo que podían meter en las bocas aunque fuesen de estas bascosidades. Y la hambre fue tan grande que cada día morían españoles e indios y negros que era gran dolor. Y pasándose esta necesidad, el alférez general Francisco Calderón tenía una galga que estimaba en mucho y, viendo que en ningún tiempo podría dar más provechoso que el que la carne de ella haría en aquél, la mandó matar para comer, haciendo con la mayor parte de ella un banquete a los caballeros sus amigos. Venía Luis de Moscoso malo de cierta digestión; queriéndose purgar, lo hizo con un riñón de esta galga, teniéndolo en más que si fuera una gorda gallina. De estas cosas no me espanto porque por mí han pasado mi pedazo de necesidades; mas será bien que en España conozcan y entiendan que se ganan por acá de esta manera los dineros.

El licenciado Caldera pasó desigual trabajo en poder andar con los enfermos que traía; y dejo de contar hartas cosas notables que pasaron por dar con brevedad conclusión a esta materia. Llegó Valdez con las ovejas adonde venía el adelantado y holgó de verlos cuanto se puede presumir. Repartió por los enfermos lo que se sufrió y mandó enviar parte de ello a los que venían con el licenciado Caldera porque en este tiempo estaba el campo dividido en tres partes: una, con Diego de Alvarado; otra, con el adelantado, y otra, con Caldera. Mas cuando todos supieron Diego de Alvarado haber hallado tierra rasa de campaña, tomaron tanto esfuerzo que parecían tener en poco el trabajo pasado, dando muchas gracias a Dios nuestro señor porque en tiempos tan calamitosos obra de más misericordia en sus criaturas; y así los que venían con el adelantado como los que quedaron con Caldera no veían la hora que verse de pies en tal tierra porque con sus trabajos y hambres no piaban tanto por el oro de Quito como al principio. Y porque Francisco Pizarro en este tiempo había ya entrado en la ciudad del Cuzco y es necesidad escribirlo por no perder el orden que llevamos; que es de fuerza que los acaecimientos se hayan de escribir concatenados unos de otros como pasaron, porque de esto me tengo justificado, paro y trataré lo dicho.